Las doce princesas bailarinas, en alemán “Die zertanzten Schuhe”, es el cuento número 133 del libro "Cuentos de la infancia y del hogar" escrito por los hermanos Grimm.
Érase una vez un rey que tenía doce hijas, a cada cual más hermosa. Dormían juntas en una habitación con las camas pegadas unas a las otras. Por las noches, cuando ya se habían acostado, el rey cerraba la puerta con llave y corría el cerrojo. Mas por la mañana, al abrir de nuevo las puertas, se percataba de que los zapatos de las muchachas estaban estropeados de tanto bailar, y nadie podía explicar qué era lo que había sucedido.
El rey decidió hacer un llamado a su pueblo: quien descubriese adónde iban las princesas por la noche a bailar, podría elegir una, tomarla como esposa y, cuando el rey muriese, ocuparía su lugar en el trono. Mas había una pequeña condición, si el que se ofreciese a descubrir el secreto no podía resolverlo en tres días y tres noches, perdería la vida.
Poco tiempo después un príncipe se presentó, declarando que sería capaz de resolver el misterio. Su llegada fue bien recibida, y por la noche se le condujo a una habitación ubicada al lado de la de las princesas, donde se instaló una cama. Para que su tarea de vigilar y averiguar adónde iban las muchachas fuese efectiva, el rey decidió dejar la puerta abierta.
Mas por la noche, el príncipe empezó a sentir que tenía plomo en los ojos y se acabó durmiendo. Al despertar por la mañana se horrorizó al darse cuenta de que las doce hijas del rey se habían marchado a bailar, los zapatos estaban completamente desgastados y llenos de agujeros.
La segunda y tercera noche pasaron exactamente igual, y el príncipe fue decapitado sin ninguna compasión. Después de él se presentaron muchos más candidatos, pero todos acabaron igual; perdiendo la cabeza.
Un tiempo más tarde, un pobre soldado iba en dirección a la ciudad, había sido herido y no podía seguir en el ejército. Se encontró con una mujer que le preguntó adónde iba:
—Ni yo mismo lo sé —contestó, y añadió en tono de broma—: Me gustaría averiguar dónde desgastan sus zapatos las princesas y luego convertirme en rey.
—Bueno, eso no es tan complicado —dijo la mujer—. Lo único que tienes que hacer es no beber el vino que te llevarán por la noche y simular estar profundamente dormido. —Le dio una pequeña manta y añadió— con esto te harás invisible, y así podrás seguir a las doce muchachas.
Con esas instrucciones el soldado se tomó en serio la idea, así que se encaminó hacia el palacio para presentarse como voluntario. Fue tan bien recibido como los anteriores y le dieron vestidos principescos. Por la noche fue guiado a la habitación contigua a la de las princesas, mas cuando se iba a meter en la cama la hermana mayor le ofreció un vaso de vino. Pero el soldado, que ya estaba alertado, se había atado una esponja a la barbilla y dejó que el vino resbalase, sin beber ni una sola gota. Se acostó y al poco rato empezó a roncar como si estuviese profundamente dormido.
Las doce hermanas lo escucharon y rieron.
—Se podía haber ahorrado su muerte —dijo la mayor.
Luego se levantaron, abrieron los armarios, arcas y cajones y sacaron magníficos vestidos. Se prepararon delante del espejo y saltaron de un lado a otro, contentas por marcharse al baile.
—No sé… vosotras estáis muy felices. Pero yo tengo una sensación horrible. —Empezó a decir la más pequeña—. Siento que nos va a ocurrir una desgracia.
—Eres una tonta que siempre se asusta de todo —respondió la mayor—. ¿Te has olvidado ya de cuántos príncipes han tratado, en vano, de descubrirnos? Al soldado no hacía falta ni darle la poción para dormir, el muy patán ni se habría despertado.
En cuanto estuvieron listas pasaron por la habitación del soldado, pero el hombre tenía los ojos cerrados y permaneció quieto, haciéndoles creer que estaba completamente dormido.
La mayor de ellas se dirigió a su cama y le dio unos golpes. El mueble empezó a hundirse en el suelo y todas pasaron por la abertura, una tras otra, la mayor la primera. El soldado, que lo había visto todo, las siguió presuroso. Tomó su pequeña manta invisible y se metió en el hueco tras la hermana pequeña; a mitad de la escalera le pisó un poco el vestido.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la chica, asustada—. ¿Quién se agarra a mi falda?
—No seas tan estúpida. Te habrás enganchado con algo —respondió la mayor.
Continuaron bajando y, cuando llegaron al final, se encontraron en una maravillosa avenida llena de árboles con hojas de plata que refulgían con esplendor.