Este relato forma parte del taller de escritura de Literautas del mes de junio. La premisa de este mes son dos: que el título sea "El hombre afortunado", y que empiece con la frase "Llevaba un hacha en la mano".
Llevaba un hacha en la mano y la brida del burro atada a la cintura. Los días de caluroso verano aún no habían llegado, pero no quedaba mucho, así que aprovechaba las horas cercanas al amanecer para realizar la pesada, mas muy necesaria, tarea de cortar leña.
Las encinas eran la mejor madera y, a pesar de tener varias por los alrededores, no quería talarlas. Les gustaba sentirse dentro del bosque, y además, les protegían del frío viento del norte.
Llevaba varias jornadas en ello, unos días iba al sur, otros al este, pero la zona del oeste no la había pisado desde que el invierno empezó.
Se alejó de la pequeña cabaña y se adentró en el bosque silbando una cancioncilla infantil que sus hijos le habían enseñado. Anduvo y anduvo hasta que llegó a su destino, sin embargo, lo que allí encontró no era lo esperado.
El encinar había desaparecido y en su lugar alguien había improvisado una casa. No estaba terminada: el techo se encontraba a medias, una de las paredes parecía apuntalada con una viga muy inestable y las ventanas estaban tapadas con telas oscuras.
Ató el burro a una de las ramas y se adentró en el claro. La última vez que bajó a la aldea el alguacil no le había dicho nada de aquella casa, aunque le advirtió de unos bandidos que estaban asolando la zona. Robaban y mataban sin que la mano les temblase. No tenían pudor en entrar en las casas, incluso en las de los más pobres, en las iglesias o en los monasterios y llevarse todos los tesoros que encontraban y, si podían, realizaban actos pecaminosos con las religiosas.
Se acercó con cuidado y, con aquella advertencia en mente, apartó un poco la tela que cubría una de las ventanas. Se asomó al interior y lo que encontró lo dejó anonadado.
Sin ningún orden y colocados en cualquier lugar, había amontonados cuadros, cofres y candelabros. Encima de una mesa divisó tres pilas gigantes de monedas de oro y a su lado un saco del que salían unas pequeñas piedras preciosas.
En ese momento se dio cuenta de que había encontrado a los bandidos.
—Vaya, vaya. Parece que tenemos visita.
Aquella voz a su espalda le sobresaltó. Se dio la vuelta y se encontró con cuatro hombres, todos armados con pequeñas espadas, dagas y cuchillos.
—¿Ese burro es tuyo? —preguntó uno de ellos acercándose a él.
No respondió. Agarró con fuerza el hacha y sintió el duro tacto del mango en su mano. Cómo se alegraba de llevarla consigo. Le superaban en número, pero no se iba a dejar vencer sin oponer resistencia.
Atacó primero, blandió su arma con destreza y la consiguió insertar en la carne de sus enemigos. Su propia sangre también corrió por el suelo, mas no dejó que las heridas le distrajesen.
Cuando solo uno de los bandidos quedaba en pie, los dos resollaban con fuerza. Se miraron a los ojos, concentrados. Sabían lo que estaba en juego.
El leñador se abalanzó contra su adversario con el hacha en ristre, pero el bandido hizo una rápida finta y lo esquivó por unos pocos centímetros.
Volvieron a enfrentarse, hacha contra daga. El golpe fue tremendo y resonó en todo el claro. El filo del hacha se melló, pero la daga se rompió con limpieza por la mitad.
Esa era su oportunidad, se acercó al bandido, y antes de que pudiese sacar el pequeño cuchillo que llevaba atado al cinturón, insertó el hacha en su cuello. El golpe fue duro y contundente. El arma entró varios centímetros en la carne hasta llegar al hueso y cuando la sacó, el bandido cayó al suelo con la cabeza casi decapitada.
El leñador, muy magullado, pero aún con vida, consiguió arrastrase hasta su burro. Era un animal fuerte, así que se tumbó encima de él y lo desató.
Tardaron mucho en llegar, y el camino se regó por la sangre que caía de sus numerosas heridas.
Cuando llegaron hasta su casa se encontraba al borde de la inconsciencia, pero nunca se había alegrado tanto de ver la cara de su esposa, aunque su expresión fuese de terror.
El leñador sobrevivió, y la gente acaudalada, a la que los bandidos habían robado, le agradecieron su valentía concediéndole unas vastas tierras y una parte del botín recuperado.
El conde accedió casar a su primogénito con una de las hijas del leñador, y los caballeros más valerosos del reino tomaron a algunos de sus vástagos como escuderos.
Se sentía dichoso. Sus hijos tendrían una vida feliz y no conocerían la pobreza o la hambruna. Y a pesar de que las heridas fueron terribles: se había quedado tuerto, había perdido una pierna y varios dedos de la mano derecha, se consideraba un hombre afortunado.
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