Este cuento fue escrito por Ludwig Tieck en el año 1796. Pertenece a una época denominada romanticismo alemán y en la actualidad se puede encontrar en diferentes recopilaciones de cuentos de este autor o con otros contemporáneos a él.
En esta historia se nos cuenta una parte de la vida de Eckbert, un caballero alemán de la región de Harz, en el centro de Alemania, y el pasado de Bertha, su mujer, que tuvo una infancia y adolescencia muy especiales.
Es un cuento con una ambientación muy fantástica y hasta un poco onírica. Es bastante largo, pero la historia engancha desde el principio.
Der blonde Eckbert en alemán.
Eckbert el Rubio
En una comarca del Harz vivía un caballero al que solían llamar, simplemente, Eckbert el Rubio. Tenía unos cuarenta años, era de estatura media y sus cabellos, de un color rubio claro y muy lisos, le caían pegados al pálido rostro. Vivía en tranquilidad él solo, y nunca se involucraba en las peleas de sus vecinos. Tampoco se le solía ver fuera de las murallas de su pequeño castillo. A su esposa le gustaba la soledad tanto como a él, y los dos parecían quererse con todo su corazón. De lo único de lo que se lamentaban era de que el cielo no hubiese bendecido su matrimonio con hijos.
Eckbert tenía visitas muy pocas veces, y cuando esto sucedía, no cambia casi nada sus rutinas diarias. La templanza vivía allí, y la austeridad parecía ordenarlo todo. Eckbert estaba alegre y dicharachero. Tan solo se podía apreciar en él una cierta reserva y una silenciosa melancolía cuando no había nadie a su alrededor.
Nadie iba tan a menudo al castillo como Philipp Walther, un hombre con el que Eckbert había conectado, pues tenía una manera de pensar muy similar a la suya. En realidad vivía en Franconia, pero solía pasar más de la mitad del año en los alrededores del castillo de Eckbert recolectando hierbas y piedras que luego clasificaba y estudiaba. Tenía un pequeño patrimonio con el que podía vivir, y no era dependiente de nadie. Eckbert solía acompañarlo en sus solitarios paseos y con los años fue surgiendo entre ellos una íntima amistad.
Hay veces en las que uno se acongoja cuando tiene que guardar un secreto a un amigo; un secreto que hasta ese momento ocultó con ahínco. En esos momentos el alma siente la irresistible necesidad de abrirse por completo y confesar hasta lo más íntimo, para que así la amistad se estreche más aún. En esos instantes las delicadas almas se conocen una a la otra, y a veces también sucede que uno se asusta al conocer al otro.
Era ya otoño, en una tarde de niebla, cuando Eckbert, su amigo y su propia esposa, Bertha, estaban sentados frente a la chimenea. Las llamas arrojaban un claro resplandor por toda la estancia y jugaban en el techo. La noche entraba a través de las ventanas con toda su negrura y los árboles del exterior se estremecían por el frío húmedo. Walther se quejaba del largo camino de regreso que tenía por delante y Eckbert le invitó a quedarse con él, pasar la mitad de la noche con charlas familiares y dormir en un aposento de la casa hasta la mañana siguiente. Walther aceptó la propuesta, entonces el vino y la cena fueron servidas, el fuego de la chimenea fue avivado y la conversación entre los amigos fluyó con alegría y confianza.
Cuando la cena fue recogida y los criados se retiraron, Eckbert tomó la mano de Walther.
—Amigo, deberíais dejar que mi esposa os contase la historia de su juventud, es bastante extraña.
—Encantado —contestó Walther y volvieron a sentarse frente a la chimenea.
Acababa de llegar la medianoche, la luna aparecía y desaparecía entre las nubes.
—No me tengáis por impertinente —comenzó a decir Bertha—, mi esposo dice que pensáis con tanta nobleza que sería injusto con vos esconderos algo. Tan solo, no toméis mi historia como un cuento, por muy extraño que parezca.
»Nací en un pueblo dentro de una pobre familia. Mi padre era pastor y la despensa de la casa no estaba demasiado bien surtida; muchas veces mis padres no tenían ni idea de dónde sacarían el pan. Pero lo que más me afligía era que a causa de esa pobreza mis padres discutían muy a menudo y se lanzaban el uno al otro amargos reproches. Si no, les oía constantemente hablar de mí, que si era una niña muy simple y tonta; que no sabía hacer ni las cosas más básicas. Realmente yo era muy torpe y poco habilidosa. Todo se me caía de las manos y no aprendí ni a coser ni a hilar. No sabía ayudar en ninguna tarea doméstica y entendía bien los problemas que mis padres tenían. Me solía sentar en un rincón y me imaginaba cómo podría ayudarlos si, de pronto, me hiciese rica; cómo los cubriría de oro y plata y lo que disfrutaría al ver su sorpresa. Entonces veía a unos espíritus venir hacia mí, me entregaban todo tipo de tesoros o me daban pequeños guijarros que se convertían en piedras preciosas. Me quedaba tan sumida en estas fantasías que cuando tenía que levantarme para ayudar o llevar algo, estaba mucho más torpe que antes, pues mi cabeza estaba llena de aquellas extravagantes ideas.
»Mi padre siempre estaba irritado conmigo por ser una carga tan inútil. Me solía tratar bastante mal y pocas veces recibí una palabra amable de él. Tenía unos ocho años cuando se tomó serias medidas para que hiciese o aprendiese algo. Pensaba que no hacía nada por pura terquedad y vaguería, que prefería pasar los días holgazaneando. Cansado, me lanzó las más horribles amenazas, pero como ni estas surtieron efecto, me azotó sin compasión, y me dijo que ese castigo sería diario, pues yo era una criatura inútil.
»Pasé toda la noche llorando amargamente. Me sentía tan abandonada, me daba tanta pena de mí misma, que tan solo deseaba morir. Temía el amanecer, no sabía qué podía hacer. Deseé tener todas las habilidades posibles y no podía entender porqué era la más inútil de todos los niños que conocía. Estaba al borde de la desesperación.
»Al despuntar el alba me levanté y casi sin darme cuenta abrí la puerta de nuestra pequeña cabaña. Estaba de pie, en mitad del campo, y un poco más tarde me encontraba en medio de un bosque en el que apenas entraba la luz del día. Caminé hacia delante y sin mirar atrás. No me sentía cansada, pues pensaba que mi padre me alcanzaría y, furioso porque me había escapado, me trataría con mayor crueldad que antes.