Odia ese lugar, pero aquella gasolinera es su único medio para poder pagarse las clases de la universidad. No es una zona conflictiva, más que nada porque está lejos de cualquier lugar, perdida en mitad de una carretera por la que muy poca gente transita. Pero desde que tomó la decisión de independizarse se niega a pedirles dinero a sus padres.
La nieve cae al otro lado del cristal, hace ya unas cuantas horas que comenzó a nevar y no parece que vaya a parar dentro de poco. En el suelo, fuera del tejado de la gasolinera, se ha formado una densa capa blanca que aún permanece inmaculada. ¿Quién va a ser el insensato que sale a la calle con este frío?
El chico lanza un cansado suspiro al aire y se apoya sobre el mostrador. Mira el reloj que hay colgado en la pared de enfrente y cierra los ojos frustrado: aún quedan más de tres horas para que su jefe llegue y él pueda irse a casa.
De pronto el sonido de un coche acercándose le saca de su somnolencia. Abre los ojos, levanta la cabeza y ve como una vieja furgoneta se hace paso entre la nieve. Se para casi delante de la puerta de cristal y de su interior salen dos personas: un hombre y una mujer de mediana edad que se dirigen con premura al interior de la gasolinera.
Al ver sus caras el chico se acuerda de sus padres. No se parecen en nada pero hay algo en ellos que le resulta familiar. Cuando cruzan la puerta de cristal les saluda con amabilidad y ellos le devuelven el saludo con educación.
— Hace un frío terrible — comenta el hombre quitándose el gorro y los guantes—. ¿Tenéis pañuelos?
— Al final del pasillo — responde el chico señalando a su izquierda.
El hombre le da las gracias y los dos se dirigen hacia el lugar indicado. Los ve hablar en voz baja y los sigue con la mirada.
Está acostumbrado a ver todo tipo de personas entrar allí, cada uno con una historia diferente de la que no quiere saber ni tan siquiera el principio. No hay nada en aquella pareja que llame la atención. Pero el chico ya lleva mucho tiempo en ese trabajo y ha aprendido a confiar en esa sensación de intranquilidad que se planta en la boca de su estómago cuando algo no encaja. No sabe lo que es, los mira con atención y sin perderles de vista en ningún momento lleva la mano hacia el pequeño armario que hay debajo del transistor. Hace unas semanas uno de sus compañeros se vio envuelto en un buen lio y acabó en el hospital con algunas heridas graves. La idea de que a él pudiese pasarle algo parecido no era nada descabellada así que tomó la decisión de hacerse con un arma.
Abre el armario con cuidado y toma la pistola. Es pequeña, una arma de mujer, le dijeron en la tienda, pero tenerla en la mano le da seguridad.
La pareja se da la vuelta y se acercan de nuevo al mostrador. Desde donde se encuentra puede verles las manos y ninguno de ellos lleva pañuelos.
Sus miradas se lo dicen. Le miran a los ojos con tranquilidad, seguros de sí mismos. Controlan la situación y la frialdad de sus movimientos le indican que ésta no es la primera vez que se encuentran en una situación parecida.
No sonríen, sus caras tienen una expresión impertérrita y paso a paso se van acercando hacia el chico. Quiere levantar el arma y apuntarles con ella, sin embargo el miedo le paraliza. Hay dos pistolas encañonadas en su dirección, pero es incapaz de moverse. Se grita a sí mismo ¡reacciona! Intenta volver a tomar el control de su cuerpo pero llega demasiado tarde.
Se oye un fuerte estruendo y lo último que se escucha es un agudo pitido proveniente del transistor, parece que finalmente dejó de funcionar.
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Este relato participó en el taller de escritura número 48 del blog Literautas.
Las premisas eran: Debía de estar ambientado en una gasolinera; no podía tener más de 750 caracteres y tenía que contener las palabras “idea” y “armario”.
Y esto fue lo que salió.
¿Qué os parece? ¿Os imaginabais que tendría ese final?
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Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, en este enlace los puedes encontrar todos.
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