30 de septiembre de 2013

El flautista de Hamelín - Rattenfänger von Hameln

Erase una vez a la orilla de un río, una pequeña ciudad al norte de Alemania llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por el pueblo. Sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco. Hasta que un día, sucedió algo insólito que perturbó su paz: ¡Hamelín estaba plagado de ratas!

Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además... Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas,  y hasta pretendían trepar por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.

¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!


Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa,  fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué exaltados estaban!
No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.

¡Abajo el alcalde! gritaban unos. 
¡Ese hombre es un pelele! decían otros.
¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! exigían los de más allá.
 Con las mujeres la cosa era peor.
Pero, ¿qué se creen? vociferaban ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O  hallan el remedio de terminar con esta situación, o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.
¿Qué hacer?

Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discutiendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.
Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
—!Lo que yo daría por una buena ratonera!

Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
¡Dios nos ampare! gritó el alcalde, lleno de pánico Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?

Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
¡Pase adelante el que llama! vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.

Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar. Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que parecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.

Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.
El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo, si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.

En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.

El flautista continuó hablando.
Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien,  si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?

¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares! respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.

Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y comenzó a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.

Al momento se oyó un rumor. Pareció, a todas las gentes de Hamelin, como si lo hubiese producido un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.

¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.


Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así, bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.

Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una vez allí contó lo que había sucedido.

Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: "¡Anda, atrévete!" Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias a mi fortaleza me he salvado!

Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.

¡Había que ver a las gentes del pueblo!
Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:
¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!

Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.

El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.

¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?

¿Mil florines... ? dijo el alcalde. ¿Por qué?
Por haber ahogado las ratas respondió el flautista.
¿Que tú has ahogado las ratas? exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos...! Toma cincuenta.

El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y mucho menos con que se cambiase el sentido de las cosas.

¡No diga más tonterías, alcalde! –exclamó—. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.

Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.
El flautista advirtió muy serio:
¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.
 Tales palabras enfurecieron al alcalde.
¿Cómo se entiende? –bramó. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?

El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo. Así que siguió vociferando:
¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
¡Se arrepentirán!
¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo? aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!

El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza. Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.

Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.


Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.

El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también. Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños. No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.

Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río. ¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas! Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.

Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! se dijeron las personas mayores Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.

Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.

Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba. Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas. A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido. Y lo hallaron triste y cariacontecido.

Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.
¿Y qué les prometía? preguntó su padre, curioso.
Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
No pude, por mi pierna enferma se dolió el niño. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.

¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños.

Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!

Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.

Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.

Este es el actual ventanal de la iglesia, es una copia del original, el cual ya se encontraba aquí durante la Edad Media.

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¿Qué os ha parecido el cuento? ¿Lo conocíais tal cual?
A mi me ha gustado bastante, en especial esa moraleja de cumple lo que prometes y no engañes a la gente o esta podrá volverse en tu contra y herirte donde más te duele. Me parece que es un cuento un tanto brutal, se lleva a los niños, y además estos no regresan nunca…
Este cuento está inspirado en dos hechos históricos producidos en la ciudad de Hamelín con 300 años de diferencia.
Es cierto que hubo una plaga de ratas que arrolló la ciudad y también es verdad que en una época el número de niños y jóvenes que aquí vivían disminuyó drásticamente. Hay varias teorías sobre este hecho, unos dicen que fue una enfermedad, quizás la peste, la que atacó en su mayoría a los niños y que muchos murieron.
Otros cuentan que los jóvenes de la ciudad emigraron de forma voluntaria al Este para repoblar la Europa Oriental, esta es la hipótesis más aceptada ya que se tienen evidencias de que muchos pueblos de aquella zona fueron fundados por colonos de origen alemán.

En la ciudad de Hamelín hay una callecita llamada Bungelosenstrasse, traducida sería calle sin tambores, hay una ley no escrita que dice que sin importar lo que ocurra todo aquel que pase no tocará ningún tipo de instrumento, ni cantará ni silbará por respeto a los niños que el flautista se llevó. Esta es la última calle por donde pasaron antes de salir de la ciudad y adentrarse en la colina que había a las afueras del pueblo.


En la parte de arriba de la pared hay una inscripción que dice:
Anno 1284 am dage Johannis et Pauli war der 26. junii
Dorch einen piper mit allerlei farve bekledet gewesen CXXX kinder verledet binnen Hamelen gebo[re]n to calvarie bi den koppen verloren.


Que vendría a ser en español en una traducción bastante inexacta, pues mi alemán medieval deja mucho que desear.

En el año de 1284 en el día de Juan y Pablo era el 26 de junio. Atravñes de un jovenzuelo vestido con muchos alegres colores 130 niños nacidos en Hamelín fueron encandilados y estos se perdieron y nunca volvieron.

¿Alguna vez os imaginásteis que hubiese tanta historia detrás de un cuento?

Por cierto, ¿alguien se ha dado cuenta de que uno de los dibujitos que hay a los lados del blog es el Flautista y las ratas?

El flautista de Hamelín - Rattenfänger von Hameln, es el cuento número 245 del libro "Cuentos de la infancia y del hogar" escrito por los hermanos Grimm.
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Y colorín colorado, este cuento se ha acabado... pero aún quedan muchos más cuentos que leer, muchas historias por recordar y otras tantas por descubrir. ¿Te vienes? Cuentos de los hermanos Grimm.

Saludos!!

2 comentarios:

  1. Mientras leía el cuento me percaté de que las ratas parecen ser una metáfora para representar la usura de los habitantes de Hamelín. De igual forma, el flautista creo que es una alusión al Diablo, puesto que habla de pacto y una vez oí que la música era una de las mejores cualidades de Satanás; refuerzo esta teoría poniendo de ejemplo también las palabras con que describe el niño cojo lo que les prometía el flautista, porque éste último es muy persuasivo. La moraleja es bastante macabra.

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    1. Buenas. Es lo bueno que tienen los cuentos, son historias que nos dan que pensar, y cada persona que lo lea puede interpretarlo de una manera diferente.
      Un saludo.

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