9 de abril de 2020

Eckbert el Rubio - Ludwig Tieck

Este cuento fue escrito por Ludwig Tieck en el año 1796. Pertenece a una época denominada romanticismo alemán y en la actualidad se puede encontrar en diferentes recopilaciones de cuentos de este autor o con otros contemporáneos a él. 

En esta historia se nos cuenta una parte de la vida de Eckbert, un caballero alemán de la región de Harz, en el centro de Alemania, y el pasado de Bertha, su mujer, que tuvo una infancia y adolescencia muy especiales.

Es un cuento con una ambientación muy fantástica y hasta un poco onírica. Es bastante largo, pero la historia engancha desde el principio. Der blonde Eckbert en alemán.



Eckbert el Rubio 

En una comarca del Harz vivía un caballero al que solían llamar, simplemente, Eckbert el Rubio. Tenía unos cuarenta años, era de estatura media y sus cabellos, de un color rubio claro y muy lisos, le caían pegados al pálido rostro. Vivía en tranquilidad él solo, y nunca se involucraba en las peleas de sus vecinos. Tampoco se le solía ver fuera de las murallas de su pequeño castillo. A su esposa le gustaba la soledad tanto como a él, y los dos parecían quererse con todo su corazón. De lo único de lo que se lamentaban era de que el cielo no hubiese bendecido su matrimonio con hijos.

Eckbert tenía visitas muy pocas veces, y cuando esto sucedía, no cambia casi nada sus rutinas diarias. La templanza vivía allí, y la austeridad parecía ordenarlo todo. Eckbert estaba alegre y dicharachero. Tan solo se podía apreciar en él una cierta reserva y una silenciosa melancolía cuando no había nadie a su alrededor.

Nadie iba tan a menudo al castillo como Philipp Walther, un hombre con el que Eckbert había conectado, pues tenía una manera de pensar muy similar a la suya. En realidad vivía en Franconia, pero solía pasar más de la mitad del año en los alrededores del castillo de Eckbert recolectando hierbas y piedras que luego clasificaba y estudiaba. Tenía un pequeño patrimonio con el que podía vivir, y no era dependiente de nadie. Eckbert solía acompañarlo en sus solitarios paseos y con los años fue surgiendo entre ellos una íntima amistad.

Hay veces en las que uno se acongoja cuando tiene que guardar un secreto a un amigo; un secreto que hasta ese momento ocultó con ahínco. En esos momentos el alma siente la irresistible necesidad de abrirse por completo y confesar hasta lo más íntimo, para que así la amistad se estreche más aún. En esos instantes las delicadas almas se conocen una a la otra, y a veces también sucede que uno se asusta al conocer al otro.

Era ya otoño, en una tarde de niebla, cuando Eckbert, su amigo y su propia esposa, Bertha, estaban sentados frente a la chimenea. Las llamas arrojaban un claro resplandor por toda la estancia y jugaban en el techo. La noche entraba a través de las ventanas con toda su negrura y los árboles del exterior se estremecían por el frío húmedo. Walther se quejaba del largo camino de regreso que tenía por delante y Eckbert le invitó a quedarse con él, pasar la mitad de la noche con charlas familiares y dormir en un aposento de la casa hasta la mañana siguiente. Walther aceptó la propuesta, entonces el vino y la cena fueron servidas, el fuego de la chimenea fue avivado y la conversación entre los amigos fluyó con alegría y confianza.

Cuando la cena fue recogida y los criados se retiraron, Eckbert tomó la mano de Walther.

—Amigo, deberíais dejar que mi esposa os contase la historia de su juventud, es bastante extraña.

—Encantado —contestó Walther y volvieron a sentarse frente a la chimenea.

Acababa de llegar la medianoche, la luna aparecía y desaparecía entre las nubes.

—No me tengáis por impertinente —comenzó a decir Bertha—, mi esposo dice que pensáis con tanta nobleza que sería injusto con vos esconderos algo. Tan solo, no toméis mi historia como un cuento, por muy extraño que parezca.

»Nací en un pueblo dentro de una pobre familia. Mi padre era pastor y la despensa de la casa no estaba demasiado bien surtida; muchas veces mis padres no tenían ni idea de dónde sacarían el pan. Pero lo que más me afligía era que a causa de esa pobreza mis padres discutían muy a menudo y se lanzaban el uno al otro amargos reproches. Si no, les oía constantemente hablar de mí, que si era una niña muy simple y tonta; que no sabía hacer ni las cosas más básicas. Realmente yo era muy torpe y poco habilidosa. Todo se me caía de las manos y no aprendí ni a coser ni a hilar. No sabía ayudar en ninguna tarea doméstica y entendía bien los problemas que mis padres tenían. Me solía sentar en un rincón y me imaginaba cómo podría ayudarlos si, de pronto, me hiciese rica; cómo los cubriría de oro y plata y lo que disfrutaría al ver su sorpresa. Entonces veía a unos espíritus venir hacia mí, me entregaban todo tipo de tesoros o me daban pequeños guijarros que se convertían en piedras preciosas. Me quedaba tan sumida en estas fantasías que cuando tenía que levantarme para ayudar o llevar algo, estaba mucho más torpe que antes, pues mi cabeza estaba llena de aquellas extravagantes ideas.

»Mi padre siempre estaba irritado conmigo por ser una carga tan inútil. Me solía tratar bastante mal y pocas veces recibí una palabra amable de él. Tenía unos ocho años cuando se tomó serias medidas para que hiciese o aprendiese algo. Pensaba que no hacía nada por pura terquedad y vaguería, que prefería pasar los días holgazaneando. Cansado, me lanzó las más horribles amenazas, pero como ni estas surtieron efecto, me azotó sin compasión, y me dijo que ese castigo sería diario, pues yo era una criatura inútil.

»Pasé toda la noche llorando amargamente. Me sentía tan abandonada, me daba tanta pena de mí misma, que tan solo deseaba morir. Temía el amanecer, no sabía qué podía hacer. Deseé tener todas las habilidades posibles y no podía entender porqué era la más inútil de todos los niños que conocía. Estaba al borde de la desesperación.

»Al despuntar el alba me levanté y casi sin darme cuenta abrí la puerta de nuestra pequeña cabaña. Estaba de pie, en mitad del campo, y un poco más tarde me encontraba en medio de un bosque en el que apenas entraba la luz del día. Caminé hacia delante y sin mirar atrás. No me sentía cansada, pues pensaba que mi padre me alcanzaría y, furioso porque me había escapado, me trataría con mayor crueldad que antes.

»Cuando salí del bosque el sol aún se encontraba muy alto. Delante de mí había algo oscuro que estaba cubierto por una espesa niebla. Pronto tuve que escalar por colinas y caminar entre sinuosos caminos de rocas. Supuse entonces que debía de encontrarme en las montañas vecinas, por lo que comencé a temer por mí en aquella soledad. En la llanura no había visto ni una sola montaña, y la estúpida palabra “cordillera” sonaba horrible en mis infantiles oídos. No tenía el valor de regresar; el miedo me espoleaba a seguir hacia delante. Miraba asustada a mi alrededor, como cuando el viento soplaba a través de los árboles, o cuando un golpe de tala resonaba en la tranquila mañana. Al final me encontré con unos carboneros y unos mineros, pero su pronunciación era tan extraña que estuve a punto de perder el conocimiento.

»Recorrí muchísimos pueblos mendigando. Tenía hambre y sed. Me las apañaba para responder como buenamente podía cuando alguien me preguntaba, y así anduve durante unos cuatro días; hasta que di con un pequeño sendero que me apartaba cada vez más del camino principal. Las rocas que había a mi alrededor adquirieron una forma mucho más extraña. Eran peñascos tan apilados unos encima de otros, que parecía que la primera ráfaga de viento los haría volcar. No sabía si debía continuar. Siempre había dormido en el bosque, pues estábamos en la estación más hermosa del año, o en apartadas cabañas de pastores. Aquí no había encontrado ningún tipo de vivienda y no podía siquiera pensar en que hubiese una. Las rocas se volvieron cada vez más terribles. En muchas ocasiones tuve que andar por el borde de altos precipicios y, al final, incluso el camino llegó a desaparecer bajo mis pies. Estaba completamente desconsolada, lloraba y gritaba y en los valles rocosos mi voz resonaba de una forma espantosa. La noche llegó, y me busqué un lugar con musgo en el que descansar. No podía dormir, escuchaba ruidos extraños en la noche; algunos pensaba que era de animales salvajes, otros del viento que se colaba entre las piedras, y otros de pájaros desconocidos. Recé y me conseguí dormir casi al amanecer.

»Me desperté cuando la luz del día me dio en pleno rostro. Delante de mí había un risco muy empinado. Lo escalé con la esperanza de descubrir desde allí una salida de aquel paraje y quizá una cabaña o algún indicio de gente. Cuando llegué arriba vi que todo lo que alcanzaba la vista, igual que a mi alrededor, estaba cubierto de niebla. El día era gris y nublado. Mis ojos no podían divisar ningún árbol, una pradera o un simple arbusto. Tan solo se veían unos solitarios matorrales que crecían aislados entre las estrechas grietas de las rocas. El deseo que sentí por poder ver era indescriptible; me conformaba con que solo fuese a una persona, a pesar de que eso también me daba miedo. Un hambre atroz se apoderó de mí, pero no había nada comestible, así que claudiqué, me senté en el suelo y decidí morir. Al poco tiempo las ganas de vivir acabaron venciendo, me recompuse y pasé el resto del día andando entre lágrimas y suspiros entrecortados. Al final del día apenas estaba consciente; me sentía cansada, agotada, casi no tenía ganas de seguir viviendo, mas morir me aterraba.

»Al llegar la tarde el terreno que me rodeaba se volvió más amable, con lo que mis pensamientos y mis deseos volvieron a renacer. Las ganas de vivir despertaron en todas mis venas. Creí entonces escuchar un molino a lo lejos y redoblé el paso. Cuando llegué a los límites de las yermas rocas y volví a ver bosques, prados y montañas me sentí reconfortada y aliviada. Era como si hubiese salido del infierno y estuviese entrando en el paraíso. La soledad y el desamparo ya no me parecían tan horribles.

»En lugar de un molino encontré una cascada, lo que disminuyó mucho mi alegría. Estaba sacando agua del arroyo cuando me pareció escuchar una apagada tos en la lejanía. Nunca me había llevado una sorpresa tan agradable como esa. Me dirigí en aquella dirección, y en un rincón del bosque encontré una anciana que parecía descansar. Iba casi entera vestida de negro; una capucha negra le cubría la cabeza, y una buena parte de la cara, y en una mano llevaba un bastón.

»Me acerqué y le pedí ayuda; ella me dijo que me sentase a su lado y me tendió pan y un poco de vino. Mientras comía cantó con voz chillona una canción religiosa, al terminar me pidió que la siguiera.

»Me alegré mucho y la seguí, aunque su aspecto y su voz eran un tanto extrañas. Caminaba con su bastón con bastante agilidad, y con cada paso ponía una cara tal, que al principio no pude evitar reírme. Las agrestes rocas fueron quedándose atrás mientras nosotras caminábamos por una agradable pradera y luego a través de un bosque bastante grande. Cuando salimos el sol se estaba poniendo, nunca olvidaré aquella visión y las sensaciones que me provocó; todo estaba fundido en rojo y oro, los árboles alzaban sus copas hacia un crepúsculo que resplandecían sobre los campos. El murmullo de los manantiales y el susurro de los árboles resonaban a través del alegre silencio como en melancólica dicha. Mi joven alma tuvo por primera vez una idea de lo que era el mundo y de lo que allí acontecía. Me olvidé de mi misma y de mi guía. Mi espíritu y mis ojos vagaron entre las nubes doradas.

»Subimos entonces por un cerro atestado de abedules. Desde arriba se veía un valle verde lleno de esos árboles, y en medio de ellos había una pequeña cabaña. Unos alegres ladridos nos saludaron, y al poco tiempo apareció un ágil perrito que saltó sobre la anciana moviendo la cola. Luego se dirigió hacia mí, me examinó desde todos los lados y regresó alegre con la anciana.

»Tras bajar la colina escuchamos un maravilloso canto salir de la cabaña. Parecía venir de un pájaro, y la letra decía así:

"Bosque de soledad,
qué alegría me da.
Igual mañana que hoy,
en toda la eternidad.
¡Oh! Lo que me alegra,
bosque de soledad."

»Esas pocas palabras se repetían de manera constante, y si tuviese que describirlo sería casi como si un cuerno de caza y una chirimía sonaran al unísono a lo lejos.

»Tenía muchísima curiosidad, y sin esperar a que la anciana lo ordenase, entré con ella en la cabaña. Ya había comenzado a anochecer. Todo estaba muy bien ordenado, había algunas tazas en una alacena, unos recipientes extraños sobre la mesa y en una reluciente jaula colgada al lado de una ventana había un pájaro, que era el que cantaba aquella canción. La anciana jadeó y tosió, parecía que no podría volver a reponerse, pues tan pronto acariciaba al perrito, como hablaba con el pájaro, que solo le respondía con su acostumbrado canto. Por lo demás, hizo como si yo no estuviera allí. Mientras la contemplaba me sobrecogió algún que otro estremecimiento. Su rostro estaba en continuo movimiento y debido a la edad no dejaba de mover la cabeza, por lo que era incapaz de descubrir su verdadero aspecto.

»Cuando se recuperó encendió una luz, puso una mesa muy pequeña y sirvió la cena. Entonces me miró y me pidió que cogiera una de las sillas de mimbre trenzado. Me senté justo enfrente de ella, y la luz quedó en medio de las dos. Juntó sus huesudas manos y rezó en voz alta sin dejar de hacer muecas. Estuve a punto de reírme de nuevo, pero tuve mucho cuidado de no hacerlo para no enfadarla.

»Tras la cena volvió a rezar y después me llevó a una cama que se encontraba en un cuarto bajo y estrecho; ella durmió en la sala. No permanecí mucho tiempo despierta, estaba bastante cansada, pero me desperté varias veces en medio de la noche. Entonces oí a la anciana toser y hablar con el perro y con el pájaro, este parecía estar soñando y únicamente decía algunas palabras de su canción. Esto, junto con los abedules que murmuraban a través de la ventana y el canto de algunos lejanos ruiseñores, resultaba tan extraordinario que no siempre me sentía como si estuviese despierta, sino que parecía como si me sumiera en un sueño más extraño aún.

»La anciana me despertó por la mañana y poco después me indicó que me pusiera a trabajar. Tuve que hilar, y aprendí a hacerlo pronto; también cuidé del perro y del pájaro pájaro. Me familiaricé muy rápido con la casa, y todos los objetos a mi alrededor me resultaban conocidos. Me pareció como si todo tuviera que ser de ese modo y no volví a pensar en que la anciana tenía algo extraño, en que la casa resultaba bastante peculiar, que estaba apartada de todo el mundo, ni en que el pájaro tenía algo de extraordinario. Su belleza me llamaba la atención, las plumas brillaban con todos los colores posibles; el más hermoso de todos era el azul claro y junto con el rojo más abrasador, se alternaban en su cuello y en su cuerpo. Cuando cantaba con alegría se henchía de orgullo y su plumaje se dejaba ver aún con mayor suntuosidad.

»La anciana se iba a menudo y no regresaba hasta la tarde. El perro y yo íbamos a su encuentro y ella me llamaba niña e hija. Terminé apreciándola de corazón, pues nuestros sentidos se acostumbran a todo, en especial durante la infancia. En las noches me enseñaba a leer, me manejaba en ese arte con facilidad, y más tarde, en mi soledad, encontré allí una increíble fuente de infinito placer, pues tenía algunos libros muy antiguos que contaban historias maravillosas.

»El recuerdo de mi vida pasada todavía me resulta extraño. Estuve sin visitas de ninguna persona encerrada en un pequeño círculo familiar, pues tanto el perro como el pájaro me producían la misma sensación que los viejos amigos que se conocen desde hace mucho tiempo. No me he podido volver a acordar del extraño nombre del perro, a pesar de que por aquel entonces lo llamé en muchas ocasiones.

»Cuatro años viví con la anciana. Debía de tener unos doce cuando comenzó a confiar más en mí y me descubrió su secreto; el pájaro ponía todos los días un huevo en el que había una perla o una piedra preciosa. Me había dado cuenta de que hacía algo a escondidas en la jaula, pero nunca me había preocupado por ello. Me encomendó la tarea de, en su ausencia, recoger los huevos y guardarlos en unos botes extraños. Dejó comida y se marchó más tiempo que nunca; semanas, meses. Mi rueca giraba, el perro ladraba, el pájaro maravilloso cantaba, y alrededor todo estaba tan tranquilo que no recuerdo que en ese tiempo hubiese ni un solo vendaval o una tormenta. Ningún ser humano se perdía por allí, ningún animal salvaje se acercaba a nuestra casa, yo estaba contenta y continuaba trabajando día tras otro. Quizá el hombre sería realmente feliz si pudiera vivir hasta el final sin perturbaciones.

»Con lo poco que leí me hice una maravillosa idea del mundo y la gente, pues todo lo había sacado de mí misma y de lo que me rodeaba. Cuando se hablaba de personas graciosas, no podía imaginarme más que al perrito; las damas elegantes tenían el aspecto del pájaro; y todas las señoras mayores eran como mi extraña anciana. Leí también algo sobre el amor, y me imaginé en mi cabeza historias bizarras y fantasiosas conmigo misma. Imaginaba al caballero más apuesto del mundo y lo engalanaba con todas las excelencias sin saber exactamente qué aspecto tenía tras todos mis esfuerzos. Aunque si no me quería, era capaz de sentir una profunda y sincera compasión por mí misma. Entonces pronunciaba en mi mente largos y conmovedores discursos, a veces incluso en alta, con el único propósito de conquistarlo. ¡Os reís! Hace ya mucho tiempo que dejé atrás esos años de juventud.

»Por esa época prefería estar sola, aunque también he de decir que era la única dueña de la casa. El perro me quería mucho y hacía todo lo que yo quería. El pájaro me respondía con sus canciones a lo que le preguntaba, mi rueca giraba cada vez más animada y por eso nunca sentí el deseo de cambiar nada. Cuando la anciana regresó de su largo viaje me elogió por mi atención. Me dijo que desde que yo formaba parte de hogar este nunca había estado más ordenado. Se alegró de cómo estaba creciendo y de mi sano aspecto, en resumen, me trató como si fuese su propia hija.

—¡Eres muy buena, mi niña! —me dijo una vez con su voz chirriante—. Si sigues así todo te irá bien, nadie prospera si se aparta del camino recto, el castigo siempre llega, aunque lo haga tarde.

»Cuando dijo aquello no le presté mucha atención, pues era muy vivaz; pero me acordé de ello en la noche, y no pude entender qué era lo que me quiso decir. Reflexioné cada una de sus palabras; había leído acerca de riquezas, y al final llegué a la conclusión de que sus perlas y las piedras preciosas debían ser muy valiosas. Ese pensamiento se hizo pronto mucho más claro, pero ¿qué quería decir con el camino recto? Seguía sin poder comprender del todo lo que sus palabras significaban.

»Tenía en ese entonces catorce años; es una desgracia para los hombres que solo llegue a tener razón para perder la inocencia de su alma. Me di cuenta de que dependía de mí hacerme con el pájaro y las joyas en ausencia de la anciana, y recorrer con ellos el mundo del que tanto había leído. Es posible que entonces encontrase a ese caballero extremadamente apuesto que seguía en mi memoria.

»Al principio esta idea no era más que cualquier otra, pero cuando me sentaba en mi rueca esos pensamientos regresaban; me perdía tanto en ellos que me veía ricamente engalanada y rodeada de caballeros y príncipes. Cuando me adentraba tanto en esas ensoñaciones, al volver a la realidad me entristecía muchísimo al verme en aquella pequeña cabaña.

»Un día mi casera se volvió a marchar; me dijo que en esa ocasión se iría más tiempo de lo normal, que debía de encargarme de todo y que no me aburriese. Me despedí de ella con ansiedad, como si pensase que no iba a verla de nuevo. La miré marcharse durante un tiempo sin saber porqué tenía tanto miedo; era casi como si mi propósito estuviera delante de mí, sin que yo fuera del todo consciente de ello.

»Nunca había atendido al perro ni al pájaro con tanta diligencia, los tenía mucho más cerca del corazón que antes. La anciana ya llevaba unos días fuera cuando me levanté con el firme propósito de abandonar la cabaña con el pájaro y descubrir el mundo. Me sentía angustiada, por un lado deseaba quedarme allí y, por otro, la idea me repugnaba, en mi alma había una extraña disputa, como si dos espíritus rebeldes lucharan en mi interior. En algunos momentos la tranquila soledad me parecía muy hermosa, entonces, la idea de descubrir un nuevo mundo, con toda su maravillosa variedad, se encendía dentro de mí.

»No sabía qué hacer; el perro saltaba sin parar, los rayos del sol se extendían alegres por los campos y los verdes abedules centelleaban. Tenía la sensación de tener que hacer algo de forma muy urgente. Al final, dejé al perrito bien atado en la sala y cogí la jaula del pájaro. El perro se encogió y quejó por el trato tan inusual y me miró con ojos suplicante, pero me dio miedo llevarlo conmigo. Cogí uno de los recipientes que estaba lleno de piedras preciosas y me lo guardé, el resto lo dejé allí.

»El pájaro giró la cabeza de una forma muy extraña cuando salí con el por la puerta y el perro se esforzó por seguirme, pero tuvo que quedarse atrás. Evité el camino hacia las rocas y me dirigí en dirección contraria. El perro ladraba y lloriqueaba a lo lejos, escucharlo me conmovió. El pájaro quiso comenzar a cantar en unas cuantas ocasiones, pero como lo iba moviendo debía de estar bastante incómodo. Conforme fui caminando los ladridos se fueron haciendo cada vez menos audibles hasta que enmudecieron. Lloré, y estuve a punto de regresar, pero las ganas de encontrar cosas nuevas me hizo seguir avanzando.

»Ya había cruzado la montaña y unos cuantos bosques cuando la noche cayó, así que me adentré en un pueblo. Estaba muy cansada. Conseguí alojarme en una posada donde dormí tranquila, aunque soñé con la anciana, que me amenazaba.

»El viaje fue bastante monótono, pero conforme más andaba, más me angustiaba la imagen de la anciana y del perro. Pensaba que sin mi ayuda, el pobre moriría y en los bosques me imaginaba que me encontraba con la mujer. Entre lágrimas y sollozos continué mi viaje. Cada vez que me paraba a descansar y dejaba la jaula en el suelo, el pájaro cantaba su maravillosa canción; al oírla me acordaba del hermoso lugar que había abandonado. La mente humana es olvidadiza por naturaleza, y en aquellos momentos pensé que el viaje de mi infancia no había sido tan duro como ese, y deseé volver a estar en esa situación.

»Vendí algunas piedras preciosas y tras varios días de caminata llegué a un pueblo. Nada más entrar tuve una sensación extraña y me asusté sin saber la razón. Mas pronto me di cuenta de que aquel pueblo era el mismo en el que había nacido. ¡Cómo me sorprendí! Por mis mejillas cayeron lágrimas de alegría cuando millones de recuerdos llegaron a mi cabeza. Muchas cosas habían cambiado, había algunas casas nuevas, otras que se acababan de construir por aquel entonces estaban en ruinas, y también vi señales de fuego. Todo era mucho más pequeño y estaba más apretujado de lo que me esperaba. Me alegré muchísimo de poder ver a mis padres después de tantos años. Encontré la pequeña casa, el conocido umbral y la manija estaban exactamente igual que siempre, como si me hubiese ido el día anterior. Mi corazón palpitaba con fuerza y abrí la puerta con premura… pero en la sala había unos rostros desconocidos que me miraron con fijeza. Pregunté por el pastor Martín, y me contestaron que murió junto con su mujer hacía tres años. Salí de allí rápidamente y me alejé del pueblo llorando.

»Me lo había imaginado todo tan bonito, sorprenderles con mis riquezas; por una extraña casualidad lo que siempre me había imagino cuando era pequeña se había hecho realidad… y ahora no importaba, pues no se podían alegrar conmigo, y eso que siempre había deseado, se perdió para siempre.

»Alquilé una pequeña casa con un jardín en una agradable ciudad y tomé a una mujer bajo mi servicio. El mundo no era tan maravilloso como me lo había imaginado, pero me olvidé de la anciana y de mi anterior morada y así, viví bastante contenta.

»Hacía tiempo que el pájaro cantó por última vez, por lo que me asusté bastante cuando una noche comenzó a hacerlo, y, además, con una canción diferente:

"Bosque de soledad,
qué lejos estás.
Oh! Te arrepentirás,
con el tiempo lo harás.
Alegría sin igual,
bosque de soledad."

»No pude dormir en lo que quedaba de noche, todo me volvió de nuevo a la mente, y más que nunca pensé que había cometido una injusticia. Cuando me desperté la visión del pájaro me resultó muy desagradable. Me miraba, y su presencia me asustaba. No dejó de cantar su canción en un solo momento, cada vez más alto y más estridente. Cuanto más lo miraba, más miedo me daba. Al final, abrí la jaula, metí la mano y lo agarré del cuello. Apreté los dedos con fuerza; él me miraba suplicante, y para cuando lo solté, ya estaba muerto… Lo enterré en el jardín.

»Entonces empecé a sentir miedo de mi asistenta. Me acordaba de mí misma y pensaba que ella también podría robarme, o incluso matarme. Hacía tiempo que había conocido a un joven caballero que me gustaba bastante, así que le concedí mi mano, y he aquí, señor Walther, que termina mi historia.

—Deberíais de haberla visto en aquel entonces —interrumpió Eckbert apresuradamente—, su juventud, su belleza, y ese indescriptible encanto que le había dado su educación en soledad. Parecía un milagro y la quise por encima de todo. Yo no tenía bienes, pero con su amor conseguí este bienestar. Nos mudamos aquí y nunca nos hemos arrepentido de nuestra unión.

—Pero con nuestra charla, —comenzó a decir Bertha— ha caído la noche. Vayamos a dormir.

Se levantó, se dirigió hacia sus aposentos y Walther le deseó buenas noches con un beso en la mano.

—Noble señora, os lo agradezco. Os puedo imaginar muy bien con ese extraño pájaro y alimentando al pequeño Strohmian.

Después Walther se retiró también a dormir, solo Eckbert se quedó solo y nervioso en la sala.

—¿No es el hombre un necio? —comenzó a decir—. Soy el responsable de que mi mujer haya contado su historia, ¡y ahora me arrepiento enormemente de esa confianza! ¿Hará un mal uso de ella? ¿Se la contará a otra persona? ¿No sentirá tal vez, pues esa es la naturaleza del ser humano, una miserable codicia por nuestras piedras preciosas y elucubrará un plan para hacerse con ellas?

Tuvo la impresión de que Walther no había sido en su despedida tan cordial como antes de haberle confiado el secreto. Cuando el alma está predispuesta para sospechar, hasta las cosas más pequeñas confirman nuestras hipótesis. Entonces Eckbert se reprochó por su ilógica falta de confianza con su noble amigo, mas no pudo quitarse la idea de la cabeza. Pasó toda la noche dándole vueltas y casi no pudo dormir.

Bertha se sintió enferma y no pudo asistir al desayuno. Walther no parecía muy preocupado por ello, y se despidió del caballero con bastante indiferencia. Eckbert no podía comprender su comportamiento, y visitó a su esposa, que yacía en un estado febril, y le dijo que el relato de la noche debía haberla alterado bastante.

Desde aquel día, Walther visitó el castillo de su amigo en muy pocas ocasiones, y cuando iba, se marchaba tras intercambiar unas pocas palabras. Eckbert estaba atormentado por esa conducta, mas no dejó que Bertha o Walther se percataran de ello, aunque los dos debieron percibir su malestar.

La enfermedad de su mujer fue agravándose cada vez más, y el médico comenzó a tener miedo; el rojo de sus mejillas había desaparecido, y sus ojos se volvieron brillantes. Una mañana llamó a su marido a su cama y ordenó a las criadas que se retirasen.

—Querido esposo —comenzó a decir—, debo revelarte algo, que aunque parezca una pequeñez, casi me ha hecho perder el juicio y está destrozando mi salud. Sabes que por mucho que he hablado de mi infancia, a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he podido acordarme del nombre del perro con el que tanto tiempo pasé. La otra noche, cuando Walther se despidió, me dijo: “Os puedo imaginar muy bien con ese extraño pájaro y alimentando al pequeño Strohmian”. ¿Fue una coincidencia? ¿Adivinó el nombre? ¿Lo sabía y lo dijo a propósito? ¿Cómo encaja ese hombre en mi destino? A veces lucho conmigo misma y es como si me estuviese imaginando esas cosas extrañas. Pero es cierto, demasiado cierto. Un horroroso espanto se apoderó de mí cuando un hombre extraño me ayudó de ese modo a recordar. ¿Qué opinas tú, Eckbert?

Miró a su esposa enferma con una profunda pena. Calló y reflexionó para sí mismo. Luego le dedicó unas palabras de consuelo y se marchó. En una estancia retirada comenzó a caminar con indescriptible inquietud de arriba abajo. Durante muchos años Walther era el único con el que había tenido trato, y ahora era la única persona en el mundo cuya presencia lo angustiaba y lo atormentaba. Le parecía que todo sería mucho más sencillo si ese único ser era apartado de su camino. Tomó su ballesta y, para distraerse, se fue a cazar.

Era un crudo y tormentoso día de invierno. Una espesa capa de nieve se había depositado en las montañas y en las copas de los árboles, doblándolos. Vagó por los alrededores hasta que el sudor le cubrió la frente. No se encontró con ningún animal salvaje y eso aumentó su desanimo. De pronto vio que algo se movía a lo lejos, era Walther, que recogía musgo de los árboles. Sin saber qué hacía, apuntó. Su amigo miró a su alrededor y amenazó con un gesto mudo, pero mientras tanto la flecha había salido volando, y Walther cayó al suelo.

Eckbert se sintió ligero y tranquilo, mas un escalofrío le hizo regresar al castillo. Tuvo que recorrer un largo camino, pues se había perdido en el bosque y adentrado mucho en él. Cuando llegó Bertha ya había muerto, antes de morir había hablado bastante de Walther y de la anciana.

Eckbert vivió mucho tiempo en la mayor de las soledades. Siempre fue una persona muy melancólica, pero la extraña historia de su esposa lo intranquilizaba y temía que pudiera acontecer algún suceso desafortunado. Pero ahora se había derrumbado por completo. No podía sacarse de la cabeza el asesinato de su amigo y vivía entre eternos reproches a sí mismo.

Para distraerse se dirigía a la siguiente gran ciudad, donde podía encontrar fiestas y compañía. Deseaba llenar el vacío de su interior con algún amigo, y cuando pensaba de nuevo en Walther, se asustaba de encontrar a alguien como él, pues estaba convencido de que eso solo le haría más desdichado. Había vivido con Bertha en una hermosa tranquilidad, la amistad de Walther lo había hecho feliz durante tantos años y ahora, de pronto, ninguno de los dos estaban. Algunas veces pensaba que su vida se parecía más a un extraño cuento, que a una vida normal.

Un joven caballero, Hugo, conectó con el afligido Eckbert, y parecía sentir auténtico afecto por él. Eckbert se vio extraordinariamente sorprendido y aceptó de buena gana la amistad del caballero mucho más rápido de lo que se podría haber esperado. Se veían con bastante frecuencia, el desconocido le hacía todos los favores posibles, apenas salían a cabalgar sin el otro y se encontraban en todas las reuniones; en resumen, parecían inseparables.

Eckbert estaba contento en breves momentos, pues sentía claramente que Hugo tan solo lo amaba por un error; no lo conocía, no sabía nada de su historia. Sentía el impulso de contarle todo y asegurarse de que realmente era su amigo. Luego el temor y las dudas volvían. Algunas veces estaba tan convencido de su indignidad, que creía que ninguna persona para el que él no fuese un completo extraño podría hacerle digno de su respeto. Mas con todo no pudo aguantarse; en un solitario paseo a caballo le reveló toda su historia a su amigo y le preguntó si podría seguir queriendo a un asesino. Hugo se conmovió e intentó consolarlo y Eckbert lo siguió hasta la ciudad con el corazón aliviado.

Pero parecía estar condenado a sospechar en lugar de sentir confianza, pues al entrar en la sala los gestos de su amigo no le gustaron. Creyó ver una sonrisa maliciosa, y le pareció que hablaba muy poco con él. Lo hacía mucho con el resto de asistentes, pero a él no le prestaba atención. Un anciano caballero estaba en la reunión, siempre se había mostrado como adversario de Eckbert, y más de una vez se había interesado en averiguar sobre Berthe y sus riquezas. Hugo mantuvo una larga conversación con el hombre, con lo que Eckbert confirmó sus sospechas, se creyó traicionado y una tremenda rabia se apoderó de él. Mientras lo miraba fijamente el rostro de Walther se le apareció de pronto; todos sus gestos y conocida su figura. Continuó mirando y se convenció de que no otro sino su antiguo amigo era el que hablaba con el anciano caballero. Su espanto fue indescriptible. Abandonó la sala la sala fuera de sí, se perdió en la noche de la ciudad y tras muchos rodeos llegó a su castillo.

Como un espíritu inquieto anduvo de una estancia a otra, ningún pensamiento lo detenía, su mente iba de unas ideas horribles a otras aún peores y el sueño no le llegaba. Muchas veces pensaba que estaba loco, y que era el fruto de su imaginación. Luego se acordaba de los rasgos de Walther y todo le parecía un gran enigma. Decidió hacer un viaje para poner en orden sus pensamientos. Había renunciado a la amistad y a la idea de tener trato con la gente.

Se puso en camino sin tener una meta concreta y apenas contemplaba la tierra por la que pasaba. Cuando llevaba varios días galopando sin parar, se encontró perdido en un laberinto de piedras del cual no era capaz de encontrar la salida. Al final dio con un anciano campesino que le mostró un sendero que atravesaba una cascada. Como agradecimiento quiso darle una moneda, pero el hombre lo rechazó.

«¿Cómo es posible?», pensó Eckbert. «Puedo volver a estar imaginándomelo, pero el hombre no me ha parecido otro más que Walther».

Espoleó su caballo todo lo que pudo y cabalgaron a través de llanuras y bosques hasta que el animal se desplomó agotado. Sin preocuparse por ello continuó su viaje a pie.

Como si estuviese en un sueño, subió a una colina donde le pareció escuchar un ladrido cercano, los abedules susurraban y escuchó que alguien cantaba una canción maravillosa.

"Bosque de soledad,
Me vuelve a alegrar.
No tengo ningún pesar,
aquí no hay cabida para la envidia.
Me vuelvo a alegrar,
bosque de soledad."

Eckbert perdió el conocimiento y los sentidos; no era capaz de descifrar el enigma, si estaba soñando en esos momentos, o si antaño soñó con una mujer llamada Bertha. Lo más maravilloso se mezclaba con lo mundano. El mundo a su alrededor estaba hechizado y era incapaz de pensar o recordar.

Una anciana encorvada se acercó a la colina tosiendo.

—¿Me traes mi pájaro? ¿Mis perlas? ¿Mi perro? —le gritó—. Mira, la injusticia se castiga a sí misma. Nadie más que yo fue tu amigo Walther, o Hugo.

—¡Dios mío! —dijo en voz baja para sí mismo—. ¿En qué horrorosa soledad he pasado toda mi vida?

—Y Bertha era tu hermana. —Eckbert cayó al suelo—. ¿Por qué me abandonó de esa manera tan traicionera? De lo contrario todo habría acabado bien, su tiempo de prueba ya había pasado. Era la hija de un caballero que la dejó con un pastor para que la educara; la hija de tu padre.

—¿Por qué me he creado estos horribles pensamientos? —exclamó Eckbert.

—Porque en tu juventud escuchaste a tu padre hablar de ella. No podía educar a aquella niña en su casa, pues era de otra mujer.

Eckbert yacía enloquecido y agonizante sobre el suelo; sordo y confundido escuchaba a la anciana hablar, el perro ladraba y el pájaro repetía su canción.

*

¿Qué os ha parecido este cuento? A mí me ha gustado bastante, hasta que se llega al final de la historia, donde me parece que pierde toda la fuerza. Me gustó que la anciana fuesen Walther y Hugo, lo que no entiendo es porqué. ¿Qué hace el pobre Eckbert para ganarse ese castigo? Le dice, textualmente: la injusticia se castiga a sí misma. Pero me pierdo con la falta que Eckbert ha hecho. Vale que mata a su amigo, pero eso ocurre después de conocerlo, de conocer a la anciana.

Tampoco me ha convencido lo de que Bertha fuese su hermana. ¿Por qué? ¿Qué necesidad hay de ello? ¿Para qué sirve ese giro?

No sé, ha sido un final un tanto extraño.

¿Qué opináis vosotros?

________ 

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado... pero aún quedan muchos más cuentos que leer, muchas historias por recordar y otras tantas por descubrir. ¿Te vienes? Libros y cuentos.

¡Un saludo!










2 comentarios:

  1. Me ha gustado el cuento, curioso, sorprendente, y largo. No lo conocía y debió de dar mucho juego a esas largas veladas delante del hogar antes de dormir.

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    1. Buenas. La verdad es que es largo, pero como dices, curioso.
      Un saludo.

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